Frente a subprefectura, una gran carpa rodeada de modestas casillas protagonizaba el escenario portuario.
El circo había llegado a la ciudad, y yo fui a parar al circo.
Un poco porque no me esmeraban confianza y otro poco por timidez, subí con innecesaria mesura las escalinatas de chapa. El circo estaba a oscuras, y una ensalada de olores dulces y fritos invadía el ingreso a la carpa. Garrapiñadas, manzanas almibaradas, papas, panchos y pochoclo, o “pipoca”, como corregiría más tarde el enano Mandioca.
Apenas entré busqué a alguien con quien hablar. Un señor gordo y amable llamó a una nena que tenía la cara llena de purpurina y le dijo que me llevara donde estaba... y dijo un nombre que en ese momento no alcancé a comprender.
Recorrimos el predio casi entero esquivando estacas, mesitas y sillas de camping hasta que la nena se detuvo frente al acoplado de un camión y entró. Al rato, un payaso con la cara semipintada y semidormida me dio la mano: “Victrolita, mucho gusto”. Volvimos los tres a la carpa, allí desordenamos las dos últimas filas de sillas y comenzamos la charla.
Un enano con cara risueña se sumó al grupo presentándose como “Mandioca, artista de circo”. Él y Victrolita son amigos, y juntos hacen el último número de la función burlándose uno del otro y el otro del uno. Algo parecido sucede debajo del escenario, pues a lo largo de la conversación se regalaron unas cuantas gastadas y fuertes risotadas que completaban el vacío de la carpa.
La nena resultó ser trapecista. Tenía once años y su gran habilidad consistía en caminar por la cuerda floja como quien pasea por la peatonal. Ella nació ahí, en el circo, y tiene ciudadanía peruana. Dijo que cuando sea grande quiere dejar de equilibrar sobre la cuerda y estudiar veterinaria en la universidad. Es inteligente y no ha tenido inconvenientes en ninguna de las sucesivas escuelas de las que ha sido alumna.
Victrolita, en cambio, nació en Bolivia y a los catorce años se fue de su casa para incorporarse a un circo que, sin querer, despertó en él una extraña vocación: ser payaso. Aprendió a caminar por la cuerda floja, a dominar el trapecio, conoció infinidades de pueblos y de ciudades; también se casó y tuvo hijos, pero tuvieron que pasar cuarenta y cinco años para que el recorrido del circo vuelva a señalar a su ciudad y pueda volver a ver a su familia.
Con la cara llena de surcos alegres, Victrolita hablaba de su vida en el circo y de sus payasadas con un orgullo y una satisfacción admirables. Casi una vida entera ensayando piruetas sobre unos zapatos exageradamente grandes para robar carcajadas. Se lo veía feliz relatando su biografía con tantos colores puestos, pero aún así y en la oscuridad de la carpa, pude ver como detrás de la sonrisota colorada, Victrolita contuvo un lagrimón.
La tarde había caído, a nuestro alrededor empezaron a merodear técnicos y artistas que, junto con el frío y la oscuridad de afuera, nos forzaron a terminar la charla.
Me fui del circo con el propósito de regresar a las diez y ver a Victrolita, a Mandioca y a la infanta trapecista en acción.
Volví y me gustó mucho, pero para mí la mejor de las funciones fue la de las seis.
Sabina M.
Naaa naaaa... me está gustando demasiado lo que escribis Sabina Melchiori eh!
ResponderEliminarTe viá dar.
(Voy de arriba para abajo! je!)