29/5/12

con las piernas a prueba

Nadie nos creía capaces de poder viajar como mochileras al noroeste argentino. Nadie. El apoyo que recibíamos se limitaba a no poner resistencia porque en definitiva ya teníamos edad de decidir por nuestra cuenta. Mi amiga y yo ya habíamos hecho una viaje juntas cuando éramos adolescentes; un viaje del tipo convencional con agencia de turismo de por medio y paquete completo. Comodidad y seguridad garantizadas. Esta vez en cambio, todo era azar. A excepción del rumbo que tomaríamos y de ciertos lugares que nos propusimos conocer, el resto era aventura. Palabra excitante como pocas en el extenso glosario castellano. Y para nosotras aún algo más que eso: la oportunidad de que cada una se ponga a prueba con su propio espíritu y con su par de piernas, el desafío de enfrentar lo inesperado sea bueno o sea malo, las ganas de comernos al mundo y la certeza de que podíamos hacerlo.

La primera de las casi mil fotos que terminaron completando la memoria de ambas cámaras nos la tomaron nuestras madres el 3 de enero por la mañana en la terminal de ómnibus de Gualeguaychú, un rato antes de subir al colectivo que nos llevaría a Córdoba. A pesar de la mala luz de la imagen es de mis fotos preferidas, al verla recuerdo el orgullo de mí misma que sentí en ese momento.

Teniendo como objetivo destinos tan lejanos, cruzar el litoral hasta llegar al centro del país pareció un trayecto corto. En Córdoba el viaje recién empezaba, sus sierras no serían más que un trampolín hasta la puna y su “no se qué” me dejarían por siempre las ganas de volver. De todos modos, fue allí donde cumplimos el primer desafío y salimos a caminar la ruta. Sabíamos que nos deparaban esfuerzos mayores, por eso no nos quejamos demasiado durante los primeros siete kilómetros entre Villa General Belgrano y Santa Rosa de Calamuchita. Más fuerza todavía me dio recordar la socarrona carcajada de mi hermana cuando me probé por primera vez la mochila y caminé del comedor a la cocina a la velocidad que lo hizo Armstrong en la luna. Ni en ese cortísimo trayecto de la casa de mis padres, ni en toda la ciudad donde crecí hay ondulaciones en el terreno como las que en ese momento aliviaban o mortificaban mis cuádriceps, según si nos tocaba avanzar en bajada o en subida. Lo sospechábamos, pero no sabíamos a ciencia cierta que eso era apenas una entrada en calor.

Desde Córdoba capital atravesamos de sur a norte, y de noche, la provincia de Santiago del Estero hasta llegar a San Miguel de Tucumán una mañana que acababa de llover y el apático sol no lograba a secar la humedad. Desconocíamos la infantil rivalidad entre tucumanos y salteños hasta que mantuvimos la primera charla con el dueño del hostel donde pasamos la noche, un señor morocho que bien habría podido disimular su prominente vientre y sus tetillas deprimidas de no haber andado con la camisa desprendida todo el tiempo. Olvidamos sus comentarios localistas pero aceptamos una sugerencia, y al día siguiente viajamos a Tafí del Valle. Si hay algo de lo que puedan alardear los tucumanos frente a los salteños y a cuanto argentino tengan enfrente, es sin duda este lugar. Flores, muchas flores; abundante verde, aire fresco, ríos serpenteantes que vienen bajando de las montañas que rodean la ciudad, cabañas de madera, niños ricos paseando en cuatriciclos por las tranquilas calles, caballos de crines largas que parecieran haberse olvidado los príncipes azules; y para nosotras, el mejor almuerzo de todos los tiempos: queso de cabra y ciruelas disecadas sobre las gigantescas piedras que costeaban el río.

Eso también fue un precalentamiento, los lugares que nos faltaban conocer eran iguales o más hermosos. En general, el avasallante paisaje del oeste norteño vivido de la manera que elegimos me hizo sentir pequeña, me enseñó a discriminar lo esencial de lo intrascendente, a entender que también es argentina esa mujer de sobrero y trenzas largas que carga a un niño en una wawa, al fin llegué a conocerme lo suficiente como para saber de lo que soy y de lo que no soy capaz de hacer y me acercó a Dios de tantas ganas que tuve de aplaudir al autor de todo aquello; lo más impensado, quizás, es que le agregó valor a mi paisaje litoraleño de todos los días y a los inmensos ríos que allá arriba no veía.

 Polvo, cerros secos, rojos, naranjas y amarillos; cabras, llamas, alpacas, vicuñas y vacas flacas. Cardones, adobe, miradas profundas, silencios, erkes, faldas amplias, aliento a coca, viento, salinas, noches frías, vino, ají, orégano, tunas, historias de batallas, carnavales, madretierra, procesiones. Da lo mismo si es Maimará, Purmamarca, Humahuaca o Tilcara. Toda la puna llora a los Quilmes, y le reza tanto a la Pacha como a la Virgencita de Copacabana del Abra de Punta Corral; y como ocurre en todos lados, nadie entiende muy bien qué les fascina del lugar a los que llegan de visita: “Acá vienen a pasear médicos y abogados desde Buenos Aires”, me dijo sorprendida ante el permanente paso de turistas la mujer que por cinco pesos argentinos nos dejó dormir en la entrada de su casa y usar su baño.



26/5/12

el principio

Todos, alguna vez empezamos algo. Una conversación, una comida, una historia de amor, un dibujo, la composición de una canción, un viaje, un día, un texto...

“Puro engaño de inocentes y desprevenidos, el principio nunca ha sido la punta nítida y precisa de un hilo, el principio es un proceso lentísimo, demorado, que exige tiempo y paciencia para percibir en qué dirección quiere ir, que tantea el camino como un ciego, el principio es sólo el principio, lo hecho vale tanto como nada”.

Pasaje de La Caverna, de José Saramago.

24/5/12

el alma del payador

Augusto Romero era la persona indicada. El profesor de investigación periodística nos había propuesto entrevistar a alguien que estuviera fuera del sistema por elección propia, y dudo que exista ser humano que cuaje más con tal descripción. Lo había visitado un par de años atrás, también por un trabajo de la facultad, pero no recuerdo qué surgió de aquella charla, lo cierto es que esa vez volví dónde suponía encontrarlo y allí estaba, tan voluntariamente indigente al lado de la ruta como la primera vez que lo vi.

Augusto Romero
Don Augusto nació y creció en La Pampa , en Jacinto Araos. Al menos eso es lo que él dice, y de querer conocer su historia no hay más opción que creer en su relato aunque por momentos parezca inventado. Se describe como un hombre andariego que sin nada que lo ate a su tierra y guiándose por sus impulsos de peregrinar decidió hacer “unas andanzas por el Uruguay”. Nada de transportes tradicionales y confortables para él. Un amigo le prestó tres caballos y, montado en uno y cargando lo necesario en los otros dos, llegó a Entre Ríos. Sin embargo, su plan de cruzar al país vecino se frustró por problemas aduaneros y otros de salud, por lo que debió permanecer un tiempo más de este lado del río. Hace nueve años, cuando conversé con él por primera vez había pasado poco más de una década desde su llegada y hasta el día de hoy no ha pisado tierra oriental.

Como la idea era pasar sólo un tiempo, nunca buscó un lugar para alquilar o comprar. Por el contrario, ocupó parte de un terreno en venta al costado de la ruta hacia el balneario El Ñandubaysal y construyó allí un rancho endeble de no más de un metro y medio de alto. Un montón de chapas atadas con alambre y reforzadas con algunas tarimas para que no se las tumbara el viento del sureste. Nadie que lo haya visto puede creer cómo un hombre puede vivir allí. Sin luz, sin agua, sin cloaca. La gente se compadece al verlo, pero él no necesita la compasión de nadie, no le gusta dar lástima; no quiere limosna y de hecho no la pide, parece estar conforme con todo como si nada le faltara. Sin embargo, basta una sola charla con él para saber que no es así.

Cuando alguien llega a visitarlo no pide explicaciones, satisfecho con sólo saber el nombre de quienes se interesan por él, ofrece de asiento cualquier corte de tronco o cajón de frutas que tenga a mano y empieza a conversar. Tiene una voz inconfundible, quizás la más singular de todas las voces. Una especie de ronquera en tonos agudos y las típicas cadencias de los hombres de campo. Augusto habla mucho, dice lo que se le da la gana y si no quiere responder alguna pregunta sabe bien cómo zafar. Justifica no seguir su recorrido ni regresar a La Pampa señalando con sus dedos enfermos a los perros que lo rodean, que entre los que nacen y los que mueren de hambre o carcomidos por la sarna nunca llegan a ser menos de quince. Como puede también los alimenta, y de paso también alberga a algún gatito guacho.

Su aspecto asusta. Sus olores apestan. Y aún así no han sido pocos los que han ido a conocerlo. El bajista Ricardo Iorio, hombre del heavy metal argentino, le compuso una canción que incluyó en uno de los discos de Almafuerte; y tal “homenaje”, pues así se llama la canción, lo pone feliz, despierta una sonrisa de niño en el rostro usado y curtido de Augusto.

Al fin un reconocimiento para este payador.

Todos pretendemos al menos algo en esta vida. Augusto Romero también, por eso hay dignidad debajo de tantos harapos. Es peregrino y es cantor, y quiere que sus coplas también caminen; que escuchen todos los que este payador tiene para contarles. En algún rincón debajo de esas chapas, este hombre guarda coplas, coplas y más coplas que él escribió y alguna vez alguien le hizo el favor de imprimirlas y fotocopiar las suficientes como para regalárselas a los visitantes. Algunas hablan del río Uruguay, del general Artigas, de San Martín, del gaucho y el gringo, y entre tantas también hay una dedicada, con destacable respeto, a la mujer.

Al igual que un niño alborotado de alegría porque le están prestando la atención que tanto esperaba, se desespera por mostrarlo todo y que al final de la charla no quede copla sin recitar. Por eso, ni bien reparte sus papeles en un despilfarro de generosidad, entra nuevamente al rancho y regresa con un estuche negro de curvas gordas como las de la guitarra que hay adentro. Es increíble cómo en medio de ese barullo de troncos, perros, chapas, nylon, latas, espinillos y pulgas pueda algo conservarse tan pulcro y lleno de brillo. Recién después de conocer su guitarra puede alguien decir que conoce al gaucho Romero. Que conoce el alma del payador.

18/5/12

te siento



Como un pececito de color, o como una patadita de rana.

Como el aleteo de una mariposa, como la que sienten los enamorados pero un poco más abajo, unos tres centímetros debajo del ombligo.
O como burbujas.
Me equivoqué cuando dije que ya había vivido lo más suspensivo.
Y quizás ahora me esté equivocando también y sean los ojos o la voz de ese pececito lo que más me llene el alma.

13/5/12

todos los hombres son iguales bajo el sol

Cuando el Tribunal ingresó a la sala se pararon todos y recién volvieron a tomar asiento cuando el presidente lo permitió. Como en las misas. Todo allí adentro era rígido, puntiagudo, lustroso y de dimensiones exageradas. Predominaba el marrón de los muebles y la blancura de las paredes. Además de la puerta de ingreso, había tres en cada una de las paredes laterales, o sea: seis. Todas iguales, todas capaz de permitir el paso de un ser humano de dos metros y medio, todas con cerraduras de bronce y algo parecido a la flor de lis tallado tanto en una como en otra hoja. De una de estas puertas, la primera del lado izquierdo, ingresó el Tribunal. Primero el presidente, un abogado de no más de 45 años; y detrás los vocales, un hombre morocho y de bigotes y una mujer rubia con corte carré. Abogados también, claro. Permanecieron sentados sobre unas sillas giratorias de respaldo alto y de cuero también marrón, tomando nota cada tanto, saboreando alguna pastilla, hasta el cuarto intermedio de las 12:50. Detrás de ellos, pero un metro por sobre la tupida cabellera del presidente de la Cámara – que estaba en el centro-, colgaba un escudo gigante de la provincia de Entre Ríos, un enorme chapón ovalado pintado con una pobre gama de colores de pintura látex. Y rompiendo con tanta simetría, sólo a uno de los lados, las banderas nacional y provincial.

De frente al suntuoso escritorio de los camaristas pero en el otro extremo de la sala era el lugar del público, unas doce personas de rictus menos juicioso que el de los letrados y bastante menos nervioso que el de los imputados. Entre ellos estaban los periodistas, que eran los más relajados de la sala pero no por ello los menos atentos. Sobre el lado derecho, dándole la espalda a las puertas trillizas, se ubicaban los cuatro imputados con sus respectivos abogados defensores. Una prolija hilera de hombres de saco oscuro, camisa blanca y corbata. De frente a ellos, de espalda a las otras tres puertas, más o menos lo mismo: más hombres de traje oscuro, camisa blanca y corbata. Eran la querella y su joven ayudante; el fiscal de la causa, y entre éste y de costado a la vocal de corte carré, el secretario dactilógrafo.

En el centro de la ronda permaneció vacía durante todo el día la silla que fueron ocupando a su debido momento los testigos y los enjuiciados. Esta vez sólo tenían la oportunidad de hablar el abogado querellante y el fiscal. Al primero le llevó dos horas y media explicar bajo qué doctrina del derecho y con qué argumentos resolvió solicitarle al señor debajo del escudo la pena de catorce años y seis meses de prisión para uno de los cuatro imputados y porqué motivo decidió pedirle el levantamiento de la acusación para los otros tres. Su disertación fue impecable, merecedora de toda la atención posible y, si se hubiese podido, de un aplauso al final. Se trataba de un reconocido doctor en leyes y de renombre nacional que dado su histrionismo tranquilamente pudiera haberse dedicado a los escenarios. Cuando el discurso lo requería elevaba la voz y al hacer una pausa no volaba una mosca. En aparente plena furia golpeaba con su puño derecho el escritorio, y cuando pretendía mostrarse indignado bajaba los hombros y exponía las palmas de sus manos como pidiendo explicación.

Sin embargo, tal disertación por más elevado nivel que haya tenido, no anuló las necesidades fisiológicas humanas que también tienen los abogados. Sin quitarle los ojos de encima y sin perderse detalle, el fiscal, cuyo turno era después del mediodía, se metía a la boca pedazos exagerados de turrón, que le inflaban la delgada mejilla. Tal cosa sólo distraía al público, sobre todo a los periodistas que se codeaban entre sí; el resto de los presentes parecía no haber reparado en el cargado cachete del fiscal. Sin aplausos y ya sin turrones a la vista, concluyó la exposición del llamativo querellante, entonces el presidente de la Cámara del Crimen dispuso el cuarto intermedio dando la posibilidad a los presentes de buscar un lugar donde comprar algo para almorzar. Como en toda ciudad pequeña las posibilidades no abundaban, un restorán de comidas rápidas era la única opción y quedaba del otro lado de la plaza, frente al histórico edificio donde habían pasado la mañana. De manera que hacia allí marcharon todos, en caravana y a paso lento; con sus sacos oscuros y zapatos lustrados.

Sobre las cuadriculadas baldosas de la plaza Constitución no había formalismos ni rangos institucionales, allí todos eran iguales, a todos los acariciaba el sol y todos tenían hambre.

12/5/12

esa puerta giratoria del pensamiento

Recuerdo haber escrito algo sobre las comas alguna vez, incluso también sobre los acentos, y la importancia de su lugar en un texto.
De haber conocido en aquel entonces lo que Julio Cortazar escribió sobre las comas, lo hubiera agregado. De todos modos vale la pena volver a tocar el tema y suspenderse con esta genialidad:


Lea y analice la siguiente frase: 


 “Si la mujer supiera realmente el valor que tiene el hombre andaría en cuatro patas en su búsqueda”. 


Si usted es varón, con toda seguridad colocaría la coma después de la palabra hombre. 
Si usted es mujer, con toda seguridad colocaría la coma después de la palabra tiene.


Julio Cortázar en “La coma, esa puerta giratoria del pensamiento”

10/5/12

cada día

Los milagros parecieran ser cosas fantásticas que sólo le ocurren a los devotos de algún santo a cientos o miles de kilómetros de nuestra casa. Que suceden una vez cada tanto, que no son moneda corriente, porque si lo fueran dejarían de maravillarnos.
Sin embargo, hay un escritor, Manuel Vicent, que supo encontrar milagros a corta distancia y en grandes cantidades todos los días, y se me antojó empezar a copiarle:


Milagro 
Por Manuel Vicent El País, Madrid, agosto de 2001

 En la puerta de la heladera y también en el espejo del lavabo he escrito una oración con los colores ingenuos de Joan Miró, rojo, azul, amarillo. Siempre que entro en la cocina o en el cuarto de baño estoy obligado a leerla. La oración dice: cada día es un milagro. Aunque tengo la costumbre de afeitarme con la luz apagada, no obstante, vislumbro esa inscripción en el fondo de la oscuridad junto a la sombra de mi rostro. Ese aviso guarda también los quesos, frutas, mermeladas, pescados y otros alimentos. Antes de acceder a ellos debo deletrear mentalmente esa máxima como si fuera la clave que abre la caja del tesoro. Hace tiempo que considero que la historia universal sólo consiste en lo que sucede cada hora a doscientos metros a mi alrededor. Me afeito a oscuras porque sé que fuera están bombardeando constantemente, si bien no se derrumban las casas ni hay muertos bajo los escombros. Las ruinas sólo se producen en mi propio rostro, por eso apago la luz aunque no suenen las sirenas. Gracias a la oscuridad de momento logro salvar la cara. Es el primer milagro del día. Después de afeitarme salgo del cuarto de baño y al instante comienza la historia universal. Mientras me dirijo a la heladera oigo al chatarrero. Miro por la ventana su carromato lleno de trastos y me llevo una gran alegría al comprobar que no estoy entre ellos y ése es el segundo milagro. Abro la heladera: hay mucha mantequilla. Suena el teléfono: me llama un amigo. Salgo a la calle: hace sol, dos adolescentes se besan y yo encuentro un taxi enseguida. Leo el periódico: ha habido un accidente multitudinario y uno de los muertos no soy yo todavía. Oigo en el telediario lo que dicen unos políticos: es un milagro que yo no haya votado a esos idiotas. Asisto por la tarde a la presentación de un libro: me consuelo pensando que no soy yo el que ha escrito esa basura. Pude haberme visto el rostro en el espejo cuando me afeitaba, haber viajado en el carromato del chatarrero, no tener mantequilla en la heladera y en cambio haber escrito ese libro detestable. Cada día es un milagro.

5/5/12

mis cuatro ventanas



A lo largo de mi vida he tenido cuatro ventanas. La primera era una ventana enorme, de esas que se abren de piso a techo, que comunicaba mi habitación con el patio. Así eran todas las ventanas de la casa donde crecí, grandes paneles de vidrio protegidos por unas pesadas persianas de plástico que se enrollaban y se desenrollaban según para qué lado se jalara la cuerda. La mía solía quedar abierta, y los domingos cuando despertaba, siempre más tarde que el resto de los habitantes de la casa, se convertía en una pantalla de cine donde empezaba a proyectarse el día. Sin que nadie lo supiera, yo desde mi modorra ya los estaba mirando. De derecha a izquierda pasa mamá con fuentones cargados de ropa húmeda para tender. Una y otra vez. Más acá, mi hermano mayor le alcanza un mate a papi, que con una pala de mango largo desparrama brasas debajo de la carne expandida sobre la parrilla.

Mi segunda ventana era uruguayense. La única sobre la ochava de la esquina de Larroque y Mitre. Desde allí recibí al mundo durante los cuatro años de facultad cursados en las tierras de Pancho Ramírez. Me gustaba poner la mesita con los apuntes y los biscochos debajo de esa ventana y sentarme a estudiar. La ciudad se veía chata desde ahí, apenas dos edificios y la cúpula de la Basílica sobresalían entre los techos de las casas. Y los ruidos entraban todos sin permiso al punto de que siempre me daba la sensación de que se habían derrumbado las paredes y yo estaba en medio de todos con mi pijama de púber todavía puesto: el pibe en bici ofreciendo diarios a viva voz, las frenéticas escobas de las vecinas, algún que otro auto yendo hacia el centro, la conversación banal de dos chicas en calzas y zapatillas caminando hacia el puerto, y no mucho más.

A mi tercera ventana la tuve sólo un otoño. De regreso en Gualeguaychú con título de locutora y periodista, y un trabajo estable que me garantizaba techo (ventana) y comida al menos para mí sola, alquilé un departamento en un primer piso cerca de la Escuela Normal. Era una ventana grande que me recordaba a la de mi infancia, la decoré con cortinas color verde seco y la abría de par en par siempre que la luz de afuera fuera más intensa que la de adentro. No me mostró demasiado, la gente de ese barrio salía poco a la calle y el negocio de venta de lámparas enfrente se la pasaba cerrado. Todos los sábados de mañana desde mi ventana lo veía a Julio, un linyera conocido por todos como  “Chancha blanca”, tirado con sus harapos en el escalón de ingreso de un taller en desuso, casi inamovible por su pierna dura y su inabarcable gordura.

Mi cuarta ventana es la que tengo ahora a mi derecha a un paso de la cama de dos plazas en la que estoy sentada tipo indio escribiendo. Abriéndola se puede acceder al balcón que en estos días se ha encargado de acunar cuanta hoja se desprende del fresno. Parece mentira que todas estas hojas, más las que cayeron a la vereda, más las que ya se han volado y se han barrido hayan sido parte de un solo árbol. Desde acá oigo cómo crujen allá abajo las más secas cuando la gente que pasa caminando las pisa. Amo ese ruido y amo pisarlas yo también. Ahora que las ramas se están quedando solas la vista a través de la ventana se despeja y veo casi completa la casa de enfrente. También amarilla, también un poco marrón. Y en la vereda color crema, tres perros contra uno. Sin temor alguno, pasa por al lado en su triciclo la hija del dueño del taller de autos de media cuadra. Los perros siguen necios en su objetivo y ni cuenta se dan de la niña que pasa. No había sido consciente, hasta ahora, de la cantidad de tanques de agua que se ven sobre los techos de las casas. Juego a contarlos y casi llego a diez. Ya que estoy, de paso juego a eliminar lo que queda feo: quito los cables y los postes viejos que peligran caerse con el próximo viento. El resto me complace, el barrio está lleno de sol y aire limpio.
Espero pasar muchos otoños mirando a través de esta ventana como se desnuda nuevamente el fresno, porque lo especial es que no sólo es mía, a diario también la abre, se asoma al balcón y por las noches la cierra el hombre con quien decidí compartir mucho más que ventanas.

1/5/12

la marcha que no se detiene


El joven de la bandera, el que va de la mano con una chica rubia, tenía diez años cuando se realizó la primera marcha; sus padres le habían llevado la bicicleta y una pelota para que no se le hiciera aburrida la caminata y para que jugara con los demás chicos. Hace dos meses empezó a cursar la carrera de Abogacía porque quiere defender los derechos de los ciudadanos.
Las marchas sobre el puente internacional que une Gualeguaychú y Fray Bentos se vienen realizando desde hace ocho años el último fin de semana de abril, y el propósito de quienes participan es reclamar que la fábrica de pasta de celulosa UPM – Botnia, de capitales finlandeses, sea desinstalada; pues aseguran que su producción es altamente contaminante.
La primera fue el 30 de abril de 2005. En ese entonces Botnia era una inmensa explanada rodeada de obradores al lado del puente, lo que auguraba una fábrica de dimensiones nunca antes vistas en la zona, ni de uno ni del otro lado del río.
A pesar de los cánticos, las banderas, los cortes de ruta, los muchachos de Greenpeace jugando a salvar el mundo, los brillosos caireles de la reina del carnaval en la cumbre de presidentes en Viena, los estudios científicos y los escalofriantes testimonios de los vecinos de Valdivia y Pontevedra, la construcción concluyó y la fábrica comenzó su producción de pasta blanca para papel a fines de 2006.
Sin embargo, el siguiente abril la gente volvió a marchar.
Y el siguiente.
Y el siguiente.
Y el siguiente.
Y el siguiente.
Y hoy, el más frío de los ocho últimos domingos de fines de abril, también marchan.
En los casi cuarenta kilómetros de recorrido entre la ciudad y el puente los autos de los manifestantes se diferencian del resto por las banderas argentinas que flamean amarradas de las ventanillas; algunos muestran su asistencia perfecta a las marchas con las calcomanías que identifican a cada una de las ediciones pegadas en la luneta.
Octava marcha. Puente Gral San Martín. 29 de abril de 2012. (Foto: Gustavo Rivollier)
Cada tanto, carteles pintados a mano y colocados más allá de la banquina impactan con frases como “Salvemos al río Uruguay”, “Sí a la vida”, “Vamos al puente” y “Gobierno uruguayo violador”.
A mitad de camino, en el kilómetro 28, aún permanece el refugio de Arroyo Verde; un pequeño salón levantado al lado del arroyo donde los asambleístas se reunían, y que en los tiempos de mayor euforia fue declarado paraje histórico cultural por la Legislatura entrerriana. Ahí mismo, un acoplado y una tranquera mantuvieron cortado el tránsito durante tres años y medio.
Con tanto para ver el recorrido se hace corto. Al llegar al lugar de la protesta, los agentes de Tránsito de la Municipalidad de Gualeguaychú ordenan a los autos. También llegan los micros de larga distancia con vecinos de diferentes barrios de la ciudad, a los que las empresas trasladaron sin cobrarles un centavo.
Familias enteras cargando canastos de mimbre y reposeras van llegando a la cabecera del puente. Se ubican y empiezan el mate mientras otros van encendiendo las brasas para asar chorizos, y más allá unas señoras derriten grasa para hacer -y vender- tortas fritas. Colores, saludos y olores son traídos y llevados por el viento frío.
Los periodistas, en su mayoría de medios de comunicación de Gualeguaychú, caminan ansiosos entre la gente perpetuando testimonios en sus grabadores y blocs de notas. También está esta vez el puesto de venta que tiene la Asamblea para recaudar fondos; todo objeto al que se le pueda estampar una frase tiene escrito “No a las papeleras” o una segunda opción un tanto más amplia: “Sí a la vida”. Y como cada año, tampoco faltan los dirigentes políticos incapaces de perderse la oportunidad de quedar bien con el pueblo.
Una vez realizada la oración ecuménica a cargo de representantes de todos los credos, empieza la marcha. Al frente de la multitud van los más chicos, los integrantes de la Asamblea Juvenil, que sostienen un cartel tan ancho como la ruta, que dice: “Salvemos nuestro futuro, paremos la contaminación”. Más allá, los ambientalistas uruguayos que llegaron hace dos días desde Montevideo y La Paloma levantan la bandera oriental. Entre todos ellos camina un padre con su gurí sentado en sus hombros, el chico se saca la campera y la madre se acerca por detrás e intenta volver a ponérsela. Es en vano, más allá vuelve a quitársela y esta vez la tira al piso. Una pareja de novios comparte besos y mates, dos amigas se fotografían y una nena vestida de rosado pasa esquivando gente arriba de sus patines.
La protesta tiene poco grito y puño en alto, más bien se parece a una tarde de otoño en el parque de la ciudad.
Este es su modo. Así fue en el abril de 2005 y así fue el siguiente, y el siguiente, y el siguiente; y así dicen que seguirá siendo hasta que cumplan su objetivo.