El taller de redacción de crónicas termina este viernes con la devolución del trabajo entregado el martes, y la consigna era escribir una crónica con técnica libre, de la cantidad de caracteres que quisiéramos justamente sobre el taller. Aquí va "la última crónica".
Esperaba con ansias los viernes, y a partir del anochecer de cada domingo sentía que el reloj empezaba a aplastarla. Sabía que tenía tiempo hasta el martes, pero de todos modos, la posibilidad de no llegar a terminar la crónica a horario la inquietaba. Así, pasó dos meses. Poniendo a prueba su ortografía, su gramática y sobre todo su inspiración, que es tan fundamental como fortuita. Una puede estar segura de las reglas de puntuación y acentuación pero no puede garantizarse la inspiración antes de la medianoche uruguaya. Sin embargo, pudo entregar a tiempo los ocho trabajos encargados y disfrutarlos, como tazas de chocolate caliente al lado del fuego. Saboreando sorbo a sorbo, jornada a jornada.
Recordó aquel viaje a Villa Paranacito y escribió sobre los escalofriantes recuerdos de Juan, que en realidad se llama Marcos, pero hasta su nombre quiso resguardar “por si vuelven los militares”. Aprovechó el día de trabajo transmitiendo la octava marcha sobre el puente internacional General San Martín contra la contaminación de la pastera Botnia y la describió, cronológicamente y a su modo, en poco más de 4.500 caracteres. Dedicarse al periodismo le dio temas para contar, como ocurrió con su tercera crónica, basada en un día del juicio que tuvo sobre ascuas a la gente de su ciudad; pero después comprendió que para escribir no hace falta más que vivir. No es necesario asistir a importantes acontecimientos sociales porque, probado está, podemos ser testigos de una bellísima cantidad de cosas con tan sólo mirar un rato a través de una ventana. Lo cotidiano, por ser materia de todos los días, no es menos apasionante que un día de vacaciones en las montañas.
El ejercicio de escribir le aceitó los dedos y le desaplomó la imaginación. Este otoño, por ser la segunda vez que participaba del taller, se permitió desajustarse el cinto, quitarse las botas y volar. No es fácil dejarla conforme, por tal motivo hubo un tiempo que pensó que se quedaría soltera a pesar de la Susanita interna que le reclamaba los abrazos de un novio. Siempre le resultaron mediocres los profesores poco exigentes, tanto el de vóley como el de geografía, y se amargaba por el resto de la charla si el disertante demostraba cierta inseguridad o falta de conocimiento sobre el tema. Tras presenciar una obra de teatro, o un espectáculo musical, prefiere quedarse con las ganas de más antes que salir empalagada de la sala. Y de los libros pretende que la consuman, que la secuestren y la mantengan presa hasta la última letra del último párrafo.
Le seduce la inteligencia y el sentido del humor, pero la conmueven como ninguna otra cosa en el mundo la capacidad de encontrar belleza en lo simple. Algo de eso detectó en los ocho correos electrónicos de Hernán y en los otros ocho de Laura, sino no estaría pensando a quiénes sugerirles hacer estos talleres o deseando que allá en Nueva Palmira inventen un tercero.
Que lindo Sabi! como siempre. Por mi parte, me gusta mucho ver su proceso de creación apasionada. Sanas virtudes que ojalá erede Miguelina.
ResponderEliminarHerede con H jaja
ResponderEliminarMuy bueno, Sabi. Excelente. Una salvedad: se escapó una "ese" en tazas, cuando tomabas chocolate.
ResponderEliminarBesotes, exigente Sabimamá escritora de crónicas.
Gracias Marga!!! ya corregí las tasas. Verás que mi exigencia es flaca en ciertas cuestiones, debería estar más desparramada, ser más democrática.
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