10/6/12

decálogo del cronista

Ya casi sobre el final del taller de redacción de crónica, Hernán López Echagûe nos envió el decálogo del cronista escrito por el cubano Michel Contreras. Una suerte de reglas simples y básicas para redactar una crónica.

1- Sentir una emoción y emocionarse de veras
Esto parece un reclamo baladí, pero es el huevo del asunto. Todo el mundo se irrita, se enamora, se ruboriza o se estremece, pero no todo el mundo —o mejor, casi nadie— es capaz de experimentar la necesidad de perpetuar esa emoción, de darle la inmortalidad a ese momento en que una cabellera de mujer rompió a batir, o a aquel en que un anciano lo miró con los ojos helados y levantó su tembloroso dedo recriminatorio.

 2- Expresar esa emoción de manera (casi) instintiva
La crónica es una pasión, y requiere de espacio para desbordarse con naturalidad. Si la pensamos demasiado, la perdemos, porque su cuerpo ha de fluir por las arterias, y no debe brotarnos del cerebro. Más que materia gris, reclama sangre. Obviamente, hay momentos en que se hace preciso meditarla, pero su esencia hay que plasmarla con el impulso irracional de lo instintivo. Una cosa no admite discusión: cronicar se parece a tener sexo, porque exige de ciertas facetas animales. Sentado ante su computadora, el buen cronista está —como Vallejo, como Borges o Quevedo— poseído por Dios, que habla a través suyo. Luego, pensar excesivamente el texto, viene a ser algo así como desconfiar del propio Dios.

3- Alimentar debidamente el don
Podemos haber venido al mundo con una voz poética especial, pero hay que darle vino para que sea más clara y perdurable. El cronista debe ser un lector por vocación, y en el afán de perpetrar su poesía tendrá que maltratarse la vista ante los libros. Si no lo hace, su voz se irá poniendo ronca, y acaso acabará por apagarse definitivamente un día.

4- No ahorrar la corriente del detector de mierda
Tenerlo encendido permanentemente, como enseñara Hemingway. Depurar sin piedad, que es bien difícil, porque el que escribe tiende a enamorarse de ciertas imágenes fútiles. Un adjetivo de más puede aniquilar la criatura, lo mismo que una metáfora forzosa o un aluvión de símiles. Dicho de un tajo: la hojarasca apesta. O damos las imágenes en cuotas moderadas, o sucede como decía Guyau: “Oled mucho una flor y acabaréis por ser insensibles a su perfume”. Así que revise cuanto pueda. Relea y, otra vez, relea. Total, si Flaubert martillaba sobre cada palabra, no hay razones para avergonzarse de hacerlo.

5- Imitar sin complejos
No dejar que las influencias nos angustien; por el contrario, al principio resulta provechoso dejar que nos arrastren, pero velando siempre por frenar en las inmediaciones del plagio. A estas alturas no hay nada nuevo bajo el sol, y nadie puede armarse de un estilo completamente propio. ¿No hay evidentes ecos vallejianos en los temas de Silvio, o de Azorín en las maravillosas crónicas de Manuel González Bello? Deje olvidado el miedo en el camino: García Márquez se inventó Macondo a partir del Yoknapatawpha, de Faulkner, y no por ello podemos acusarlo de plagiario. Eso sí, mucho ojo: si al cabo del tiempo, después de completar centenares de cuartillas, aún no hemos podido fundar nuestra poética —llena de resonancias ajenas, pero al fin y al cabo nuestra—, entonces lo indicado será renunciar al empeño de hacer crónicas. Tenga siempre presente que al cronista de raza se le identifica sin necesidad de ver su firma. “El estilo —sentenció Alfonso Reyes— es como la manera de caminar de una persona: uno lo ve desde atrás y dice: 'Ese es Fulano'”.

6- Respetar la fragilidad del discurso
Cada crónica lleva su tono y tiene un ritmo: el aura con que nace en la primera línea, no se puede extinguir hasta la última. Hay quien empieza cabalgando sobre el lomo de los ángeles, y después baja de golpe a tierra, en medio de un estallido colosal. A la postre, en los labios del lector queda tan solo el regusto árido del polvo.

7- Ser breve
Recordar que lo bueno, si es breve, suele ser dos veces bueno, porque lo que se gana en extensión se pierde en intensidad. El paralelo con la literatura arroja que la novela se equipara con el reportaje, y el cuento con la crónica. Admitido esto, recordemos a Cortázar: en el eterno combate entre el lector y el texto, la novela puede ganar por puntos; pero el cuento tiene que hacerlo por nocaut. La crónica, pues, viste mejor de minifalda que de traje de novia.

8- No pensar en el lector
Si adecuamos el discurso (o el recorrido del discurso) a las posibilidades intelectuales del lector, la criatura llegará deforme al mundo. Reducir la “altura del vuelo” ha sido un mal histórico de nuestros “aviadores” de la crónica. Y en el fondo de tal actitud se esconde un enfermizo menosprecio hacia la inteligencia del que va a leernos. Los versos de La tierra baldía y El barco ebrio desconciertan a menudo, pero así y todo se disfrutan y agradecen.

9- Haber vivido
La vida bulle en las calles y cantinas, los parques y el “camello”. Ahí —más que en la soledad de los desiertos quevedianos— está la materia prima de la crónica. Habitualmente, ese será el cuadro para pintar con los colores que le escamoteamos a los libros. 10- Temer siempre a la página en blanco Esto es, respetar a la crónica. Nunca puede sentirse ese extraño “deber profesional” que conmina a llenar la cuartilla con las primeras cuatro naderías que nos asalten. Desde Ícaro sabemos que las alas postizas no llegan al Sol. De manera que vale acordarnos todo el tiempo de aquel viejo consejo de Rilke: “Si puedes vivir sin escribir, no escribas”. ¿Tienes los dedos romos? Deja el piano.

Este texto fue escrito para el Festival Nacional de la Crónica Miguel Ángel de la Torre in memoriam, realizado en Cienfuegos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Yo también me suspendo con lo que decís