25/4/12

por los ríos de la memoria

Paranacito se llama la Villa y Paranacito se llama el río que la aloja, la atraviesa, y algunas veces, sin piedad, también la cubre. Ese río, y todos los demás que entraman inmensas hectáreas de humedales, identifican al lugar y más aún a su gente: los isleños… o isleros, como resolví llamarlos. Las mujeres y los hombres que crecieron mirando al río ven distinto. El río los hizo observadores, pacientes, reflexivos, los volvió reservados ante lo que viene “de afuera”. Les contagió el andar sereno y el olor del agua dulce, les arrugó el cuero de tanto reflejarles el sol y erizarlos con el viento. Saben respetarlo y no hacerle reproches cuando se lo lleva todo. Se adaptan a él, a su curso, a sus humores, a sus vaivenes. La gente vive tanto de éste como del otro lado del Paranacito. Allá enfrente está el hospital con un barco-ambulancia amarrado a la costa, y una estación de expendio de combustible sobre el agua donde cada tanto para una embarcación; pero de este lado están la parroquia, la Municipalidad, la terminal de ómnibus y los almacenes. Todas las familias tienen una lancha, algo mucho más necesario que un auto, y navegan de una costa a la otra como los porteños cruzan la 9 de Julio.
Villa Paranacito
Villa Paranacito, fácilmente localizable en un mapa del delta entrerriano, no es una ciudad grande, pero tiene su centro comercial con locales de venta de indumentaria femenina, sus paseos públicos, su avenida principal y su santa patrona Señora de las Islas, que parada sobre un camalotal sostiene en brazos al niño Jesús. También tiene sus barrios periféricos con veredas indefinidas, charcos y calles de tierra donde abundan perros, gallinetas y niños. Por allí, desde hace 66 años, vive Juan, un lanchero jubilado que trabajó para Celulosa Argentina durante mucho tiempo.
Juan ha visto correr mucha agua, hay imágenes y frases que no se le borran, que de apenas recordarlas le vuelve a latir nervioso el corazón y aunque pretenda no logra disimularlo. Juan todavía está asustado. Lo asustaron tanto que ni siquiera nos permite dar a conocer su nombre, porque “no sea cosa que vuelvan los milicos”. Nos recibe en su casa levantada con tablas flacas de madera del lugar, en el fondo del terreno de una construcción más solvente donde vive su hija. Nos ofrece de asiento un tronco y una silla de plástico blanco, de esas que se apilan. Las paredes no detienen el frío húmedo, entonces, para qué cerrar la puerta. Acodado a una mesita de madera donde apoya el termo y un paquete de cigarrillos, se dispone a desandar los años, a remar hacia atrás. La primera vez que fue al destacamento de Prefectura y contó que había visto el cuerpo de un hombre maniatado y ahogado entre los juncos del Paraná Bravo, ahí donde se une con el río Guitierrez, le dijeron que cerrara la boca y que si no era familiar suyo no hiciera nada porque le iba a pasar lo mismo. Fue hace poco más de 30 años. “En la época del Mundial”, recuerda. Lo contó esa vez y no lo contó nunca más. Hubo un tiempo en el que se subía a la lancha para hacer su trabajo de chofer de la empresa y sabía que en algún tramo del río iban a asomar unas manos atadas por la espalda; y una vez más, iba a seguir de largo deseando no haber visto nada, deseando con todas sus fuerzas no haberlos visto nunca y no volver a verlos más. Seguía su recorrido forzando tanto ser indiferente que no puede decir si los cuerpos que veía eran de hombres o si se trataba de mujeres, tampoco puede asegurar que estuvieran desnudos, pero cree que no…
Detiene la cebada y parece que detuviera el tiempo, arruga el ceño, se concentra para ser más preciso e indica: “Veía más o menos uno por semana, y sí… era el año 78”. El silencio del lanchero nos envuelve. Permanece, estático, callado y nadie es capaz de violentar ese momento. Juan debió ser un hombre rubio, porque sus canas son de una blancura espesa y de apariencia sedosa. Dijo que tenía 66, pero parece mayor. Se ha ido quedando encorvado como los sauces y sobre sus manos curtidas viene avanzando una irreversible artrosis que se me ocurre dolorosa. Detrás de él, cuelga sobre la pared el almanaque que regalaron a principio de año en el almacén, y a un lado, sobre la diminuta repisa, un sólo portarretrato con la foto del nieto. A su derecha la heladera de puerta corroída y ahí nomás, una cocina vieja con tres hornallas. Finalmente el silencio se rompe. Llega su hija con las compras y el gurí del portarretrato le pide dibujitos animados desde la otra pieza; entonces Juan, súbitamente regresa y saca temas irrelevantes, se afloja hablando de cosas más agradables, y estira la charla, y alivia la memoria.

8 comentarios:

  1. Jodidísimo. Lo leí casi aguantando la respiración. Nunca más.

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  2. Para que no quede algún despistado pidiendo que vuelvan.

    Por la memoria de Juan y de los miles y miles de manos que vio flotando en el río.

    Y por las miles y miles de almas que se ahogaron en ese río, que además de belleza ahora guarda muerte.

    No te digo: hermoso, porque no es el adjetivo justo. Más bien: espectacular relato.
    Quiero ver la nota entera.

    Besos!

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  3. Esa es la crónica entera. Mi primer trabajo para el taller de redacción de crónicas que estoy haciendo a distancia. Son los talleres de redacción del periodista Hernána López Echagüe. Decidí publicarla antes de que me la corrijan, después comento la devolución que me harán.
    De paso, recomiendo esos talleres!

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  4. Muy impresionante Sabina!

    Y muy conmovedor sobre todo, por lo vívido del relato y esa imagen que creo se nos viene a todos a la mente, a través de las palabras de "Juan"... tan dolorosa e increíblemente reales.

    Te felicito por el trabajo y seguro tendrá excelentes devoluciones :)

    Besos

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  5. Gracias Pau!!! y qué bueno encontrarnos por acá de nuevo!

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  6. Dos gualeguaychuenses se saludan! Brindo por ello!
    ¡Qué bueno Sabi!
    Adhiero a Pauli, seguro te irá genial.

    10, 10, excelente 10 felicitado! :D

    Se publica!

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  7. Memoria aliviada... pero viva.
    Doloroso leer y a la vez imposible dejar la lectura, aun al borde de ese río abismal, metáfora de una dictadura que nos ahogó en sangre, que maniató y ahogó a tantos y de diversos modos.
    "Todo está guardado en la memoria..."
    Y a esa memoria hay que ayudarla.
    Vos sos depositaria de esos recuerdos, Sabina.
    Muy bueno.
    Besos

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  8. Yo me crié alli hasta los 6 años de vida. Mi padre, Julio Romani (Cacho), fue médico durante 13 años en mi querida y recordada Villa Paranacito.
    Se me ha erizado la piel con este relato tan encantador...muchas gracias Sabina!! Rina Romani

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Yo también me suspendo con lo que decís