5/5/12

mis cuatro ventanas



A lo largo de mi vida he tenido cuatro ventanas. La primera era una ventana enorme, de esas que se abren de piso a techo, que comunicaba mi habitación con el patio. Así eran todas las ventanas de la casa donde crecí, grandes paneles de vidrio protegidos por unas pesadas persianas de plástico que se enrollaban y se desenrollaban según para qué lado se jalara la cuerda. La mía solía quedar abierta, y los domingos cuando despertaba, siempre más tarde que el resto de los habitantes de la casa, se convertía en una pantalla de cine donde empezaba a proyectarse el día. Sin que nadie lo supiera, yo desde mi modorra ya los estaba mirando. De derecha a izquierda pasa mamá con fuentones cargados de ropa húmeda para tender. Una y otra vez. Más acá, mi hermano mayor le alcanza un mate a papi, que con una pala de mango largo desparrama brasas debajo de la carne expandida sobre la parrilla.

Mi segunda ventana era uruguayense. La única sobre la ochava de la esquina de Larroque y Mitre. Desde allí recibí al mundo durante los cuatro años de facultad cursados en las tierras de Pancho Ramírez. Me gustaba poner la mesita con los apuntes y los biscochos debajo de esa ventana y sentarme a estudiar. La ciudad se veía chata desde ahí, apenas dos edificios y la cúpula de la Basílica sobresalían entre los techos de las casas. Y los ruidos entraban todos sin permiso al punto de que siempre me daba la sensación de que se habían derrumbado las paredes y yo estaba en medio de todos con mi pijama de púber todavía puesto: el pibe en bici ofreciendo diarios a viva voz, las frenéticas escobas de las vecinas, algún que otro auto yendo hacia el centro, la conversación banal de dos chicas en calzas y zapatillas caminando hacia el puerto, y no mucho más.

A mi tercera ventana la tuve sólo un otoño. De regreso en Gualeguaychú con título de locutora y periodista, y un trabajo estable que me garantizaba techo (ventana) y comida al menos para mí sola, alquilé un departamento en un primer piso cerca de la Escuela Normal. Era una ventana grande que me recordaba a la de mi infancia, la decoré con cortinas color verde seco y la abría de par en par siempre que la luz de afuera fuera más intensa que la de adentro. No me mostró demasiado, la gente de ese barrio salía poco a la calle y el negocio de venta de lámparas enfrente se la pasaba cerrado. Todos los sábados de mañana desde mi ventana lo veía a Julio, un linyera conocido por todos como  “Chancha blanca”, tirado con sus harapos en el escalón de ingreso de un taller en desuso, casi inamovible por su pierna dura y su inabarcable gordura.

Mi cuarta ventana es la que tengo ahora a mi derecha a un paso de la cama de dos plazas en la que estoy sentada tipo indio escribiendo. Abriéndola se puede acceder al balcón que en estos días se ha encargado de acunar cuanta hoja se desprende del fresno. Parece mentira que todas estas hojas, más las que cayeron a la vereda, más las que ya se han volado y se han barrido hayan sido parte de un solo árbol. Desde acá oigo cómo crujen allá abajo las más secas cuando la gente que pasa caminando las pisa. Amo ese ruido y amo pisarlas yo también. Ahora que las ramas se están quedando solas la vista a través de la ventana se despeja y veo casi completa la casa de enfrente. También amarilla, también un poco marrón. Y en la vereda color crema, tres perros contra uno. Sin temor alguno, pasa por al lado en su triciclo la hija del dueño del taller de autos de media cuadra. Los perros siguen necios en su objetivo y ni cuenta se dan de la niña que pasa. No había sido consciente, hasta ahora, de la cantidad de tanques de agua que se ven sobre los techos de las casas. Juego a contarlos y casi llego a diez. Ya que estoy, de paso juego a eliminar lo que queda feo: quito los cables y los postes viejos que peligran caerse con el próximo viento. El resto me complace, el barrio está lleno de sol y aire limpio.
Espero pasar muchos otoños mirando a través de esta ventana como se desnuda nuevamente el fresno, porque lo especial es que no sólo es mía, a diario también la abre, se asoma al balcón y por las noches la cierra el hombre con quien decidí compartir mucho más que ventanas.

5 comentarios:

  1. Sabi, qué lindo describís lo cotidiano. Y ese finalme emociono. Venía bien con las descripciones, imáginandome tus mundos supendidos fuera de tus ventanas... hasta que vino alguien a abrir esta última ventana... Y lo que dijiste me anudó la garganta.
    Pasaron tantos años desde las canciones de María Elena Walsh, las dos con el agua al cuello, en Los Pinos (medio chocolatada el agua allí), en Las Cañas, alguna vez en el Ñandubaysal...
    Y ahora tenés una ventana y la vida compartida y otra vida latiendo y creciendo con vos.
    Un abrazote.

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  2. Realmente disfruté mucho la lectura de esta entrada, de principio a fin, y mi entusiasmo en parte proviene del hecho de saber que otras personas advierten y le dan importancia a las cosas que yo considero importantes, por ejemplo, lo que vemos todos los dias por una ventana! Tengo para contarte sobre la mia, vivo en una esquina céntrica, mi ventanita es chiquita y a través de ella he visto muchas fotografias interesantes de Gualeguaychú, saludos! Vicky

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  3. Que estas dos mujeres de las letras me ponderen la redacción hace que se me infle el pecho.

    Me emocioné recordando el agua de Los Pinos y los cuentos de María Elena. Gracias por ese momento!

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  4. Es tan entrerriano echar a volar desde las ventanas. ¿Será por eso que me fascinan las fotos (saqué no menos de 1500 en el viaje de luna de miel) y tus descripciones? Ventanas de momentos. Y esa calidad para describirlos...
    Ahora tengo un par de surcos saladitos más en la cara. Por suerte, estas lágrimas son de felicidad. Qué lindo haber descubierto tu blog... no me canso de decirlo! Gran abrazo, niña.

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Yo también me suspendo con lo que decís