23/4/14

la sorpresa de Tía Rosa y Tía Estela

La tarde que mi tía me dijo que había una sorpresa para mí en su casa me desesperé por saber de qué se trataba, aún a costa de arruinar lo sorpresivo de la cuestión. Eran apenas las cinco y no iba a poder pasar por lo de las tías sino hasta pasadas las nueve. Demasiado tiempo para convivir con una intriga.
Pensé en un par de posibilidades pero nada me convencía, no era habitual que las tías me dijeran que había una sorpresa para mí en casa de ellas. Cuando por algún motivo me hacían un regalo directamente me lo daban y ya. ¿Por qué ahora se habían puesto tan misteriosas estas dos?
Dejé que pasara el día, seguí trabajando como de costumbre, y por decantación las horas pasaron y llegó la noche. La casa de las tías queda en el camino a la mía así que ir por mi sorpresa no implicaba más que hacer un alto en el recorrido. 
Tía Rosa abrió la puerta con cara de buen cómplice. La noté ansiosa, probablemente por conocer mi reacción cuando me dieran la sorpresa. En la cocina había movimiento, pero no alcancé a ver nada porque Tía Estela salió antes y evidentemente lo que traía en las manos era para mí. 
Antes de lograr dilucidar de qué se trataba me advirtieron que comerlas tibias es mejor y que tienen unas cascaritas de naranja tal como le gustaba al abuelo. 
La sorpresa fue un súbito viaje a mi infancia. Pero no a la infancia en general con mi plaza, el karting a pedal y los amigos del barrio; sino a una tarde en particular: la tarde que probé por primera vez las torrejas.
Habrán sido las seis, o un poco antes. En la casa donde hoy viven las tías, hasta hace no muchos años también vivía la abuela. Con la prolijidad que la caracterizaba, todos los días antes de que el sol cayera disponía sobre la mesa de la cocina todos los utensilios y alimentos para la merienda. Tostadas de pan francés, mermelada casera y generalmente de naranjas, la manteca en la mantequera y sobre unos platillos de vidrio grueso los enormes pocillos repletos de te con leche. Amaba merendar con la abuela Adela, nunca el momento de la merienda me pareció tan importante como entonces. Era una verdadera ceremonia. 
Esa tarde, además de las tostadas había torrejas. 
Me dijeron algo de la bisabuela Petra y de las comidas vascas, pero no lo recuerdo muy bien. No supe si agarrarlas con mis manos o si pedirle a mi mamá que me las cortara para pincharlas y llevármelas a la boca con un tenedor. Estaban almibaradas y no estaba segura de que fueran a gustarme. Lo cierto es que las comí y fue lo más dulce que conoció mi boca. Más que las pastillas Yapa y las bananitas Dolca que me compraba papá en el kiosco de la plaza Urquiza.
Cuando la tía me dijo que había una sorpresa para mí en casa de ellas jamás imaginé lo que me esperaba debajo del repasador.



18/4/14

Casi mil personas, un mismo apellido


Allá a lo alto, delante del portón de ingreso a una de las naves de los galpones del puerto de Gualeguaychú colgaba un cartel lo suficientemente grande como para que desde cierta distancia pudiera leerse con facilidad: "Bienvenidos. Ben vindos. Benvenuto". Se trataba de las palabras de recibimiento para los participantes del séptimo encuentro de la familia Taffarel, que por primera vez tenía a esta ciudad del sur entrerriano como sede.

Estaban invitados todos los que forman parte de algunas de las ramas del inmenso árbol genealógico de esta familia que nació en el Véneto del siglo XI, y que como muchas otras, formó parte de la oleada inmigratoria hacia Sudamérica ocho siglos después. Algunos quedaron, claro, y hoy sus descendientes se relacionan con los descendientes de quienes vinieron, a través de las redes sociales. Al llegar a costas brasileñas parte de la familia se quedó allí, mientras que otros siguieron su viaje hasta lo que hoy es Larroque, una pequeña ciudad ubicada a 50 kilómetros de Gualeguaychú, donde según dicen, la mitad de los habitantes son o descienden de los Taffarel.

Así empezó todo. Es por eso que en este encuentro, a modo de bienvenida los anfitriones realizaron una teatralización de lo que fue la llegada de los ancestros a América, y para ello no sólo se vistieron como en la época sino que utilizaron un barco y el río Gualeguaychú como escenario. Hubo aplausos, y lágrimas, y más abrazos; sobre todo entre los mayores, que tenían más presente el relato del desembarco.

"Dalla Italia noi siamo partiti
Siamo partiti col nostro onore
Trentasei giorni di macchina e vapore,
e nella Merica noi siamo arriva'...", cantaban.





En el interior del salón, en un rincón a la derecha del portón de ingreso estaba Edie. Con sus 78 años de pie, e indiferente a la música de moda que empezaba a retumbar en el lugar, explicaba con extrema dedicación lo que representaba cada uno de los óleos allí expuestos. Los había pintado ella, y pertenecían a su colección sobre la historia de la familia. Uno mostraba un par de campanas que el abuelo Luís trajo de uno de sus viajes de regreso a Italia con el fin de que sean colocadas en la capilla de Talitas. Hoy sólo repica allí una de ellas porque a la otra se la llevaron hace tiempo a Urdinarrain “no sé con qué permiso”, agregó Edie con un gesto de indignación que se le pasó rápido. Dio un paso a la derecha y se detuvo frente a una procesión de inmigrantes recién llegados a una estación de tren: mujeres embarazadas, niños pequeños, hombres y algunos muchachos vistiendo los birretes de la guerra; porque así los había visto ella en una de las fotos que conserva de la época. Más allá, una docena de hijos y nueras trillando soleados campos de trigo, junto a las máquinas que también le tocó traer a Luís. Y para el final, como corolario del relato histórico de la familia, Edie deja dos cuadros. Ambos la llevan a un mismo lugar: una casa de gruesos muros de piedra que todavía existe en una esquina de Treviso, se trata de la misma que un siglo y medio atrás dejaron sus bisabuelos Antonio Taffarel y Caterina Zanetti. Tres veces intentó Edie conocer ese lugar, pero los viajes al país de sus raíces no se dieron: “Ahora en unos días va a ir mi nieta, como viaje de bodas, y es como si fuera yo. Le pedí que me trajera un poquitito de tierra”.

Edie hubiera seguido en ese rincón relatando la historia de la familia quién sabe por cuánto tiempo más, pero una de sus sobrinas se la llevó del brazo para sentarse a comer, y a paso lento se perdió entre la parentela.

La noche terminó con un baile, y al otro día, temprano, todos a Misa. Otra sana costumbre que también bajó del barco. Curas no faltaban, porque además del párroco de la Catedral, entre los Taffarel había dos sacerdotes. Uno de ellos, de nacionalidad brasileña, asegura con orgullo conservar intacto el dialecto que le enseñaron sus abuelos, algo difícil de escuchar hoy en Italia, de no ser por algunas personas mayores. Ellos, a un océano de distancia y durante años, lo mantuvieron vivo hablándolo en su casa, transmitiéndolo de una generación a otra. Fueron las ganas de conservar la cultura, atesorar los orígenes y de que lastime menos el desarraigo.

Parte de eso son también estos encuentros familiares. Reconocerse en una historia en común, en tres Himnos nacionales, tres banderas (o cuatro, incluyendo a la de la región del Véneto, que también fue ceremoniosamente portada al inicio del encuentro), una vieja fotografía, un escudo, la misma sangre, y un mismo apellido.

Foto: Ricardo Santellán.

2/4/14

tres años

"Nunca un all inclusive en el Caribe", le dije apenas empezábamos a alejarnos del puerto. Quise hacerlo reír, para que no sea siempre él el gracioso entre los dos, y lo conseguí. El negrito sonrió hasta llenarse de viento todos los dientes, y largó una risotada hermosa.
Habíamos ubicado a Miguelina con la Pochi y Miguel, y nos disponíamos a remar hasta el Venerato en una piragua prestada. Llevábamos algo para almorzar y algo también para brindar. Yo no sabía que llegar a destino nos tomaría algo más de dos horas, y que el regreso sería aún peor con la corriente de frente; pero igual le dije que sí cuando el día antes me propuso celebrar de esta manera nuestro tercer aniversario de casados.
Cómo no aceptar, entusiasmada, si justamente fue con sus ideas poco convencionales y sus invitaciones sencillitas que me enamoró. 
Ojalá no cambie, ojalá esto siga siendo así entre los dos, aún si algún día la corriente nos lleva hasta el Caribe.