13/5/12

todos los hombres son iguales bajo el sol

Cuando el Tribunal ingresó a la sala se pararon todos y recién volvieron a tomar asiento cuando el presidente lo permitió. Como en las misas. Todo allí adentro era rígido, puntiagudo, lustroso y de dimensiones exageradas. Predominaba el marrón de los muebles y la blancura de las paredes. Además de la puerta de ingreso, había tres en cada una de las paredes laterales, o sea: seis. Todas iguales, todas capaz de permitir el paso de un ser humano de dos metros y medio, todas con cerraduras de bronce y algo parecido a la flor de lis tallado tanto en una como en otra hoja. De una de estas puertas, la primera del lado izquierdo, ingresó el Tribunal. Primero el presidente, un abogado de no más de 45 años; y detrás los vocales, un hombre morocho y de bigotes y una mujer rubia con corte carré. Abogados también, claro. Permanecieron sentados sobre unas sillas giratorias de respaldo alto y de cuero también marrón, tomando nota cada tanto, saboreando alguna pastilla, hasta el cuarto intermedio de las 12:50. Detrás de ellos, pero un metro por sobre la tupida cabellera del presidente de la Cámara – que estaba en el centro-, colgaba un escudo gigante de la provincia de Entre Ríos, un enorme chapón ovalado pintado con una pobre gama de colores de pintura látex. Y rompiendo con tanta simetría, sólo a uno de los lados, las banderas nacional y provincial.

De frente al suntuoso escritorio de los camaristas pero en el otro extremo de la sala era el lugar del público, unas doce personas de rictus menos juicioso que el de los letrados y bastante menos nervioso que el de los imputados. Entre ellos estaban los periodistas, que eran los más relajados de la sala pero no por ello los menos atentos. Sobre el lado derecho, dándole la espalda a las puertas trillizas, se ubicaban los cuatro imputados con sus respectivos abogados defensores. Una prolija hilera de hombres de saco oscuro, camisa blanca y corbata. De frente a ellos, de espalda a las otras tres puertas, más o menos lo mismo: más hombres de traje oscuro, camisa blanca y corbata. Eran la querella y su joven ayudante; el fiscal de la causa, y entre éste y de costado a la vocal de corte carré, el secretario dactilógrafo.

En el centro de la ronda permaneció vacía durante todo el día la silla que fueron ocupando a su debido momento los testigos y los enjuiciados. Esta vez sólo tenían la oportunidad de hablar el abogado querellante y el fiscal. Al primero le llevó dos horas y media explicar bajo qué doctrina del derecho y con qué argumentos resolvió solicitarle al señor debajo del escudo la pena de catorce años y seis meses de prisión para uno de los cuatro imputados y porqué motivo decidió pedirle el levantamiento de la acusación para los otros tres. Su disertación fue impecable, merecedora de toda la atención posible y, si se hubiese podido, de un aplauso al final. Se trataba de un reconocido doctor en leyes y de renombre nacional que dado su histrionismo tranquilamente pudiera haberse dedicado a los escenarios. Cuando el discurso lo requería elevaba la voz y al hacer una pausa no volaba una mosca. En aparente plena furia golpeaba con su puño derecho el escritorio, y cuando pretendía mostrarse indignado bajaba los hombros y exponía las palmas de sus manos como pidiendo explicación.

Sin embargo, tal disertación por más elevado nivel que haya tenido, no anuló las necesidades fisiológicas humanas que también tienen los abogados. Sin quitarle los ojos de encima y sin perderse detalle, el fiscal, cuyo turno era después del mediodía, se metía a la boca pedazos exagerados de turrón, que le inflaban la delgada mejilla. Tal cosa sólo distraía al público, sobre todo a los periodistas que se codeaban entre sí; el resto de los presentes parecía no haber reparado en el cargado cachete del fiscal. Sin aplausos y ya sin turrones a la vista, concluyó la exposición del llamativo querellante, entonces el presidente de la Cámara del Crimen dispuso el cuarto intermedio dando la posibilidad a los presentes de buscar un lugar donde comprar algo para almorzar. Como en toda ciudad pequeña las posibilidades no abundaban, un restorán de comidas rápidas era la única opción y quedaba del otro lado de la plaza, frente al histórico edificio donde habían pasado la mañana. De manera que hacia allí marcharon todos, en caravana y a paso lento; con sus sacos oscuros y zapatos lustrados.

Sobre las cuadriculadas baldosas de la plaza Constitución no había formalismos ni rangos institucionales, allí todos eran iguales, a todos los acariciaba el sol y todos tenían hambre.

3 comentarios:

  1. Es muy cierto, todos somos iguales bao este sol, si queremos podemos buscar aquello que nos une en lugar de estar insistiendo todo el tiempo en lo que nos separa.
    Respecto de ese loco ofrecimiento que me hiciste..cierro los ojos y te digo que si me animo! jaja aunque no tengo ni idea de radio, tendrías que darme algunos lineamientos, para darle forma, desde ya gracias por que es un halago que se te haya ocurrido, saludos, Vicky

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  2. genial, dejame que lo charle con quienes corresponde y seguimos charlando por mail.

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  3. Uh! Te enganchó, Victoria! :P Fuiste... jajaja!

    A propósito del relato, tengo que decir varias cosas:
    1- me sentí chiquita en algún momento, al principio, entre las excelentes descripciones de la sala;
    2-me dieron ganas de escuchar al tipo con tanta labia. Sin embargo eso, siento como que lo escuché;
    3-sentí el sol sobre mi cara...

    Sabina, pucha que escribís lindo eh!

    ...y sí, por suerte el sol aún no se nos ha negado.

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Yo también me suspendo con lo que decís