La costanera estaba llena. De gente, de risas, de música, de
perfumes, de plumas, de ojotas, de cerveza, de sol. En el puerto, frente a la
plaza Colón se ofrecían paseos en lancha por el río Gualeguaychú y Uruguay. A
un costado, interrumpiendo el tránsito de calle Del Valle se instaló la feria
de artesanías, y los turistas pasaban de maravillarse con las prolijísimas pulseras
de macramé, a preguntar los precios de los cuchillos y luego de los mates y más
allá una señora de caderas anchas se probaba un pareo. Ahí cerquita, el bus que nos llevaría a recorrer la ciudad
estaba todavía estacionado a la espera de más pasajeros, cuando un matrimonio
de unos treinta años (de casados) se sumó al tour. Y entonces el chofer puso primera y arrancó:
Lento pero ininterrumpido. Había mucho para ver y también
eran muchos los autos cuyos pasajeros, al igual que nosotros, paseaban por
Avenida Morrogh Bernad. Fuimos bordeando el río Gualeguaychú pasando por los obeliscos, la heladería, el
hotel, la parrilla, el casino, el balneario y la piscina pública hasta llegar
al puente naranja, el puente Méndez Casariego. Mientras lo cruzábamos muchos
hubiéramos preferido que se detuviese en el medio, porque desde allí la vista
era fantástica. A ambos lados. El sol reflejaba fuerte sobre el agua y el río
parecía de plata. Y dispersos entre costa y costa flotaban veleros, kayaks,
lanchas, piraguas, canoas, un catamarán y muchos de esos coloridos bicibotes.
Allá a lo lejos las playas se veían abarrotadas de gente. Como hormigueros.
Chiquititos, uno pegadito al otro.
Se terminó el puente y nos zambullimos en el verde del
parque. Ceibos. Talas. Espinillos. Tipas. Eucaliptos. Un papá atajando penales.
Una nena en bici con rueditas. Unos novios tomando mate. Bajo la sombra, una
familia numerosa ocupaba una de las mesas de madera, y unos pasos más allá los
restos de la leña yacían sobre una parrilla. Pocas ciudades tienen un parque
tan hermoso. ¿Pensarían lo mismo el resto de los pasajeros?
El matrimonio resultó ser de Villa Libertador San Martín.
Habían pasado más de diez años desde la última vez que visitaron Gualeguaychú.
Para ellos el recorrido fue como conocerla de nuevo. Le sacaron fotos a la
plaza y a la Catedral, descubrieron la casa más antigua de la ciudad,
ponderaron el aspecto del teatro remodelado y al llegar a la avenida Rocamora
extendieron la vista hasta la copa de las viejas palmeras. Él recordó que
“antes los corsos se hacían acá”. Hablaron de las comparsas, de las majestuosas
carrozas y de los laboriosos detalles de los trajes. La noche anterior habían
estado en el carnaval, pero esta vez el corsódromo los sorprendió desnudo; como
un gigante echado al sol.
El colectivo bordeó el corsódromo y tomó por Avenida Parque
hasta reencontrarse con el puerto, el paseo Nicaragua primero y el muelle de
los pescadores después. A la izquierda los galpones y allá enfrente, en la
isla, ese extraño castillo. Y nuevamente los artesanos. Y el guía del
catamarán. Y un señor ofreciendo departamento para alquilar. Y las ojotas. Y
los helados. Y los turistas probándose
espaldares y tocados. Y la música. Y el sol ya más bajo.
Y despues mucha gente de acá te dice que en gchu no hay cosas para hacer y mirar je
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