Hace unos meses me hice una cuenta en Facebook y unos cuantos se sorprendieron, y yo también; pero ayer decidí cerrarla y la cerré.
Debo reconocer que hubo cosas que me gustaron, como acceder de manera tan sencilla a fotos que de no tener Feceboook me tendrían que haber enviado, o aquel día que tuve record de visitas en este blog, porque lo promocioné en mi muro. Pero nunca llegué a sentirme demasiado cómoda. Navegaba con desconfianza como cuando camino por ciudades grandes o barrios oscuros. No sabía qué solicitudes de amistad aceptar porque se me nublaron los límites de mi relación con la gente. Me daba cosa no aceptar a los oyentes pero a la vez me parecía exagerado tildarlos de amigos; que tenga el mismo permiso para ver mis fotos la Glon, Chuli, Marbot y la tía Marga, que una ex compañera del colegio secundario que vi por última vez la noche de la recepción.
Encontré cosas interesantes, de repente en el muro aparecía un hermoso texto de Clara, pero rodeado de mucha información extra, ajena y paralela en cada recoveco de la pantalla y me daba fiaca leerlo. Me apabullaba.
Me dio la sensación de estar dentro de una mega vidriera, que se modifica a cada rato, que te exige estar parada frente a ella para no perderte de nada. Mucho, mucho, mucho de todo, pero poco verdaderamente interesante.
Si el objetivo es estar en contacto con alguien, lo estaré si esa persona es parte de mis afectos y ya. Si alguien quiere contactarse conmigo, si de verdad tiene interés en decirme o mostrarme una foto, tengo correo electrónico, teléfono celular, blog y Twitter; ya es demasiado.
Si pasaron años sin ver a aquella amiguita del jardín Gurilandia, por algo fue. No hubo amistad en 20 años, ¿por qué habría de haberla a partir de un click?
Lo bueno es que lo probé y hoy no digo no porque no, como esa gente que dice que una comida no le gusta y sin embargo nunca comió un bocado. En este caso creo haber ingerido un buen bocado de Facebook, veré si en otro momento reincido en el menú, pero por el momento no.