27/12/14

a mis veinte y diez

Cumplí 30 años el viernes 5 de diciembre. Antonia ya llevaba seis meses acá adentro, creciendo sin inconvenientes y haciéndose sentir a pataditas desde temprano; y yo me sentía verdaderamente plena, feliz. Recibí el desayuno en la cama, con las voces más lindas del mundo cantándome el "Feliz cumpleaños"; la imagen no se me borrará en la vida: Damián, parado en el umbral de la puerta de la habitación, sostenía la guitarra con una mano mientras Miguelina rasgueaba como podía con sus deditos gordos.
Desbordé de amor. Quise comérmelos a besos.
A todo esto, el celular vibraba anunciando la llegada de un mensaje tras otro al grupo "Locutores" que tenemos con mis amigos Mario y José en Whats app, me gastaban a más no poder, a sabiendas que había comenzado el día del año en el que me siento una reina y, jactándose de haber estado conmigo en las últimas diez ediciones, me torturaron con recuerdos que me sonrojaban, me irritaban y me también daban mucha risa. Portan una memoria envidiable y de una manera de decir las cosas que hace que los quiera mandar a la mierda y abrazarlos fuerte, todo al mismo tiempo.
Más tarde, pero siendo temprano aún, abrí mi cuenta de Facebook y encontré el mensaje de alguien a quién he visto contadas veces pero que está entre mis contactos por ser alguien a quien mi papá conoció y aconsejó en cuestiones del campo. "Tu viejo te está sonriendo desde el cielo", me dijo. Y eso, exactamente eso fue lo que sentí durante todo el día: su sonrisa y su mirada mancita siempre conmigo.
¿Cómo no eternizar tanta felicidad? ¿Cómo no celebrarlo?
Esa misma mañana tenía turno con mi ginecólogo, y sería otro regalo invaluable ver a mi niña y escuchar cómo su corazón, tan chiquitito, latía con la velocidad de quién se emociona por llegar a la meta. Tenía tiempo, así que antes de ir a la clínica entré a la Catedral donde ya habían armado el pesebre, y me arrodillé agradecida frente al Niño. Pocas veces en mi vida sentí tantas ganas de dar las gracias. Así que eso hice, decir gracias, gracias, gracias. Insistentemente, sí, porque me daba la sensación de estar quedándome corta.
En una de esas tantas charlas de pasillo en la facu alguien observó que la gente se saca fotos en los momentos felices, nunca en los tristes. Será una zoncera, pero es verdad, y supongo que tendrá que ver con cierta necesidad de detener la fugacidad del tiempo alegre (ya que el tiempo triste es demorón en irse). Dejar plasmada la felicidad en un foto es una manera de eternizarla.
Eso fue lo que le pedí a Jerónimo, que es un excelente fotógrafo, y a Natalia, productora de moda y dulce mujer: ayuda para preservar este instante feliz.
Damián me acompañó en la idea, dijo que ese sería su regalo para mis treinta.
Juliana, de Senderos del Monte, me abrió las puertas de esa mágica reserva que es un tesorito del litoral para que sea el entorno.
Florencia se encargó de ocultar defectos y resaltar lo bueno con la técnica y el arte del maquillaje, mientras que Rosario se abocó a crearme rizos de Deméter* en el pelo.



*La asociación con la diosa griega no fue mía, sino de mi profesora de Literatura de la secundaria, Marta Ledri.



27/11/14

tragame tierra

Vivir en una ciudad con menos de cien mil habitantes tiene sus ventajas y sus desventajas. Para mi modo de ser y ver la vida, las primeras tienen más peso, sin embargo no dejo de reconocer a las segundas.
No hace mucho fui al banco con la intención de corroborar la existencia de mi cuenta y al introducir la tarjeta en la ranura, como es obvio, se me solicitó la clave.
Me la había olvidado.
Se trataba de un número de cuatro dígitos completamente desconocido para mi.
No me detuve en preocuparme por la falta de memoria, simplemente recurrí a la mesa de entrada, donde está Marcelo y él (que también me saluda por mi nombre), amablemente hizo los pasos para generar una nueva clave.
Otra ventaja de ciudad chica viví también en otro banco, el de la provincia. Esa vez me sumé a la cola equivocada. Al llegar a la caja y presentar mi cheque, el señor me preguntó qué hacía ahí. Le dije que la vez anterior había cobrado otro cheque en la misma ventanilla (obviando que aquella vez anterior me dijeron que hiciera esa cola porque andaba con mi hija menor de dos años a cuestas). Bueno, la cuestión es que el cajero, en lugar de mandarme a freir churros y hacer la cola que me correspondía, me dijo que me pagaba igual. Y me pagó.
Y cuento estos dos casos sin detenerme a mencionar las distancias cortas que nos ahorran muchísimo tiempo, el río acá nomás, la saludable costumbre de la siesta, las bocinas sólo para saludarnos; pero como dije al principio, vivir en una ciudad de no más de cien mil habitantes también tiene sus desventajas.
Cuando le conté esta anécdota a Vivi, me dijo que era "buenísima para una sesión denominada 'Tragame tierra', dentro de un programa de radio". Poco antes de quedar embarazada de mi segunda hija saqué turno en un centro de diagnóstico por imágenes para hacerme una ecografía transvaginal, sin preguntar, claro, qué médico me la iba a hacer. La cuestión es que cuando se abrió la puerta del consultorio, el muchacho de ambo blanco que dijo "Melchiori" y esperó que yo entrara, era el primo de un ex. De mi misma edad. A quién había visto por última vez en un boliche, o en un cumpleaños, no se. La engorrosa cuestión es que me conocía con el tipo que iba a hurgar un buen rato en mi vagina con ese artefacto y ese gel, y en ese momento (sólo en ese momento) envidié a las mujeres que se hacen ecografías transvaginales en ciudades con más de cien mil habitantes.

14/11/14

canción para este viernes a mitad de la espera

...muerta de miedo le rogaba al cielo que te deje llegar lejos, mucho más que yo.

9/10/14

a tres días del desfile

Las manos frías (siempre frías) de tanto meterlas en el tacho con engrudo. Papeles de diarios desparramados por todo el galpón. Un café aguado en un tazón compartido para vencer el sueño y avanzar. Es que ya falta poco, el sábado es el desfile y es inadmisible presentar la carroza inconclusa. Nada nos importa más, por eso pedimos un par de faltas en el colegio y por eso nuestros padres nos entienden cuando llegamos tarde a casa, oliendo a humo, harina mojada y cigarrillo.
Las bicis ya no tienen dueño, quien necesita ir a comprar electrodos manotea la que está al alcance y sale. Las chicas aplicadas llevan la cuenta de lo que vamos gastando, las menos vergonzosas salen a vender alfajores de Maizena a los vecinos. Nos tranquiliza saber que otros cursos están más atrasados, pero tampoco es cuestión de nivelar para abajo, la Villa tiene una buena trayectoria con las carrozas primaverales y el objetivo, como en toda competencia, es ganar. Ojalá no llueva. Estamos decorando el traje del espantapájaros con semillas de sorgo, maíz, girasol y arroz; si suspenden el desfile todo eso empezará a emanar olor a podrido. Las chicas de las cebollas conversan mucho y avanzan poco, una salió a la vereda argumentando sentirse mareada de tanto inhalar Poxipol. El coordinador dijo que al perejil hay que hacerlo de nuevo, está mal, está feo. Desde el pequeño equipo de música que trajo Diego se escucha La ley, ese trío chileno que acaba de grabar un unplagged en la MTV. No hay mucho para elegir, si no son los chilenos será el santafesino Leo Matioli, Rodrigo, y sino Los mensajeros del amor.

...él soy yo, 
el que te escribe canciones soy yo, 
cada palabra o detalle que te hace temblar 
no es mas que el sentir 
de mi corazón que te ama de verdad...

Y las charlas sin apuro, los amores que se confiesan, los colaboradores de otros cursos, el junior de Río que viene a dárselas de amigo para que de una vez por todas firmemos y viajemos a Bariloche con ellos; los asados del ruso, los sermones del Mondra para que dejemos de fumar; todo se va yendo. Nos vamos quedando sin tiempo, se viene la noche del desfile y ya nos vamos a quedar sin excusas para pasar tantas horas juntos. Lo presiento, limpiar y devolver el galpón será más que haber terminado y expuesto nuestra carroza; el premio, si lo hubiera, ya es algo anecdótico.

Las manos del espantapájaros y las mías.
Septiembre 2001.

8/10/14

para que algún día leas

Amo esos ojos (tus ojos) que me miran como nunca nadie me había mirado antes.
Amo esos abrazos gorditos en mi cuello,
                                                                y esas caricias de tu piel nueva con mi piel curtida. Tus manitos torpes, como espuma. Este amor blando, puro y suave que me desmorona.

Amé saberte dentro de mí.
Sentir tus movimientos, cantándonos.
Esperarte al sol imaginándome tu voz y preparando mi cuerpo y mi alma entera para recibirte, porque sabía que me necesitabas toda.
Amo locamente ser mamá, pero más amo que vos, rusita linda, me lo digas.
Prometo acudir a vos siempre que me llames, como hacés ahora, escandalosa, para mostrarme las "mumas" y las brujas. Seguiremos saboreando ensaladas para que papá se pregunte qué le encontramos de rico, y preparando las tortas de su cumpleaños. Y vamos a salir a caminar agarraditas de las manos hasta llegar a la plaza. 
                      Descubriendo el mundo a cada paso.
Y cuando ya no te interesen las hamacas nos sentaremos a charlar, a reír y llorar; y compraremos helado. 
           De frutos del bosque, de dulce de leche y de sambayón. 

Te amo y amo todo lo que implica ser tu mamá: las horas de sueño interrumpidas, las corridas al hospital, los temores, los pañales, el cansancio y sus ojeras, mis renuncias, el desorden en la casa, la ropa sin planchar, los crayones (siempre tan cerca de las paredes). Todo.

Abrazo gordito


17/9/14

sueño

Yo iba en un auto, supongo que en el lado derecho del asiento trasero; no lo recuerdo con exactitud así como tampoco recuerdo quién conducía ni quiénes eran los demás pasajeros porque a partir del accidente estuve sola el resto del tiempo.
El auto volcó en la curva, una curva cerrada propia de los caminos de cornisa como era ese, pero quedó sobre el asfalto. Yo, en cambio, rodé cuesta abajo unos tres metros.
Imposible saber qué tiempo estuve ahí tirada hasta reaccionar y proponerme regresar allá arriba donde todo parecía estar tranquilo. Desde abajo no lograba ver si aún estaba el auto, ni qué había sido de la suerte de las demás personas. Mucho menos si alguien había llegado a socorrerlos. También pensé que el auxilio quizás los había recogido hacía largo rato, y al no verme se habían marchado. Lo bueno es que no me desesperé; como al levantarme no sentí ningún dolor agudo que me impidiera trasladarme, resolví trepar.
Era una pendiente complicada, extremadamente arenosa y no había arbustos, ni rocas de las cuales valerme para escalar. No quedaba otra que aceptar las condiciones y subir. No tenía más que hacer y puede que de quedarme allí abajo nadie me encontrara.
Espeluznante, inquietante, estremecedora y tremenda fue mi sorpresa cuando descubrí que esa suerte de médano en la que me encontraba no era más que una manada de leones durmiendo placenteramente al sol. Había decenas, probablemente un centenar de fieras dormidas entre la ruta y yo. Al mirar hacia abajo noté que tenía mi pie derecho puesto justo delante del lomo de uno y a escasos centímetros de la cabeza de otro. Respiré hondo. Exhalé muy lentamente, y busqué un hueco donde apoyar el pie izquierdo, tratando de que eso impactara lo menos posible entre los durmientes. Tenía que pensarlo muy bien, un hueco no era igual de conveniente que otro. Preferí evitar aquellos donde los hocicos pudieran detectarme.
Iba tan concentrada en esa tarea que por un largo rato me olvidé de mirar hacia arriba. Sabía que había subido pero no cuánto. La luz del sol me encandilaba; y el calor, que hasta ese momento no había significado un obstáculo explotó sobre mis hombros, mi nuca, y me sentí al borde del desmayo. Por un instante, ahí parada, no vi nada, todo era negro y el silencio seguía siendo igual de aterrador. Creí estar sola en el mundo. Y así estaba. Sola entre leones subiendo una cuesta para llegar a una cima que aunque la consideraba incierta, era lo único que latía con esperanza. Llegar al asfalto se había convertido en mi único objetivo en el mundo. E iba bien, bastante bien. Un par de pasos más y ya sería capaz de tocar el borde de la ruta donde florecían unos arbustitos achaparrados.
Tenía que ser fuerte, a esa altura la pendiente era más pronunciada y mi cansancio sumado a la ansiedad por estar a un instante de lograr el objetivo podían jugarme en contra. Por suerte, tuve una a mi favor, o al menos eso fue lo que pensé al ver cómo una rama, o quizás parte de una raíz, sobresalía entre ese inacabable arenal. Estaba un tanto seca, pero parecía estar bien sujeta a la tierra. Vestigios de algún árbol que existió antes de al traza de la ruta, pensé. No importaba, no era momento de detenerse en ese tipo de detalles. Era el empujón que necesitaba para llegar arriba y ponerme a salvo. Me sentí contenta, orgullosa de mí por haber sorteado con astucia el camino plagado de leones.
Miré fijamente esa rama salvadora y la agarré con mi mano derecha. Súbitamente, la firmeza se volvió blanda, fría y escurridiza.
Era una serpiente.