Cumplí 30 años el viernes 5 de diciembre. Antonia ya llevaba seis meses acá adentro, creciendo sin inconvenientes y haciéndose sentir a pataditas desde temprano; y yo me sentía verdaderamente plena, feliz. Recibí el desayuno en la cama, con las voces más lindas del mundo cantándome el "Feliz cumpleaños"; la imagen no se me borrará en la vida: Damián, parado en el umbral de la puerta de la habitación, sostenía la guitarra con una mano mientras Miguelina rasgueaba como podía con sus deditos gordos.
Desbordé de amor. Quise comérmelos a besos.
A todo esto, el celular vibraba anunciando la llegada de un mensaje tras otro al grupo "Locutores" que tenemos con mis amigos Mario y José en Whats app, me gastaban a más no poder, a sabiendas que había comenzado el día del año en el que me siento una reina y, jactándose de haber estado conmigo en las últimas diez ediciones, me torturaron con recuerdos que me sonrojaban, me irritaban y me también daban mucha risa. Portan una memoria envidiable y de una manera de decir las cosas que hace que los quiera mandar a la mierda y abrazarlos fuerte, todo al mismo tiempo.
Más tarde, pero siendo temprano aún, abrí mi cuenta de Facebook y encontré el mensaje de alguien a quién he visto contadas veces pero que está entre mis contactos por ser alguien a quien mi papá conoció y aconsejó en cuestiones del campo. "Tu viejo te está sonriendo desde el cielo", me dijo. Y eso, exactamente eso fue lo que sentí durante todo el día: su sonrisa y su mirada mancita siempre conmigo.
¿Cómo no eternizar tanta felicidad? ¿Cómo no celebrarlo?
Esa misma mañana tenía turno con mi ginecólogo, y sería otro regalo invaluable ver a mi niña y escuchar cómo su corazón, tan chiquitito, latía con la velocidad de quién se emociona por llegar a la meta. Tenía tiempo, así que antes de ir a la clínica entré a la Catedral donde ya habían armado el pesebre, y me arrodillé agradecida frente al Niño. Pocas veces en mi vida sentí tantas ganas de dar las gracias. Así que eso hice, decir gracias, gracias, gracias. Insistentemente, sí, porque me daba la sensación de estar quedándome corta.
En una de esas tantas charlas de pasillo en la facu alguien observó que la gente se saca fotos en los momentos felices, nunca en los tristes. Será una zoncera, pero es verdad, y supongo que tendrá que ver con cierta necesidad de detener la fugacidad del tiempo alegre (ya que el tiempo triste es demorón en irse). Dejar plasmada la felicidad en un foto es una manera de eternizarla.
Eso fue lo que le pedí a Jerónimo, que es un excelente fotógrafo, y a Natalia, productora de moda y dulce mujer: ayuda para preservar este instante feliz.
Damián me acompañó en la idea, dijo que ese sería su regalo para mis treinta.
Juliana, de Senderos del Monte, me abrió las puertas de esa mágica reserva que es un tesorito del litoral para que sea el entorno.
Florencia se encargó de ocultar defectos y resaltar lo bueno con la técnica y el arte del maquillaje, mientras que Rosario se abocó a crearme rizos de Deméter* en el pelo.
*La asociación con la diosa griega no fue mía, sino de mi profesora de Literatura de la secundaria, Marta Ledri.
Desbordé de amor. Quise comérmelos a besos.
A todo esto, el celular vibraba anunciando la llegada de un mensaje tras otro al grupo "Locutores" que tenemos con mis amigos Mario y José en Whats app, me gastaban a más no poder, a sabiendas que había comenzado el día del año en el que me siento una reina y, jactándose de haber estado conmigo en las últimas diez ediciones, me torturaron con recuerdos que me sonrojaban, me irritaban y me también daban mucha risa. Portan una memoria envidiable y de una manera de decir las cosas que hace que los quiera mandar a la mierda y abrazarlos fuerte, todo al mismo tiempo.
Más tarde, pero siendo temprano aún, abrí mi cuenta de Facebook y encontré el mensaje de alguien a quién he visto contadas veces pero que está entre mis contactos por ser alguien a quien mi papá conoció y aconsejó en cuestiones del campo. "Tu viejo te está sonriendo desde el cielo", me dijo. Y eso, exactamente eso fue lo que sentí durante todo el día: su sonrisa y su mirada mancita siempre conmigo.
¿Cómo no eternizar tanta felicidad? ¿Cómo no celebrarlo?
Esa misma mañana tenía turno con mi ginecólogo, y sería otro regalo invaluable ver a mi niña y escuchar cómo su corazón, tan chiquitito, latía con la velocidad de quién se emociona por llegar a la meta. Tenía tiempo, así que antes de ir a la clínica entré a la Catedral donde ya habían armado el pesebre, y me arrodillé agradecida frente al Niño. Pocas veces en mi vida sentí tantas ganas de dar las gracias. Así que eso hice, decir gracias, gracias, gracias. Insistentemente, sí, porque me daba la sensación de estar quedándome corta.
En una de esas tantas charlas de pasillo en la facu alguien observó que la gente se saca fotos en los momentos felices, nunca en los tristes. Será una zoncera, pero es verdad, y supongo que tendrá que ver con cierta necesidad de detener la fugacidad del tiempo alegre (ya que el tiempo triste es demorón en irse). Dejar plasmada la felicidad en un foto es una manera de eternizarla.
Eso fue lo que le pedí a Jerónimo, que es un excelente fotógrafo, y a Natalia, productora de moda y dulce mujer: ayuda para preservar este instante feliz.
Damián me acompañó en la idea, dijo que ese sería su regalo para mis treinta.
Juliana, de Senderos del Monte, me abrió las puertas de esa mágica reserva que es un tesorito del litoral para que sea el entorno.
Florencia se encargó de ocultar defectos y resaltar lo bueno con la técnica y el arte del maquillaje, mientras que Rosario se abocó a crearme rizos de Deméter* en el pelo.
*La asociación con la diosa griega no fue mía, sino de mi profesora de Literatura de la secundaria, Marta Ledri.