Yo iba en un auto, supongo que en el lado derecho del asiento trasero; no lo recuerdo con exactitud así como tampoco recuerdo quién conducía ni quiénes eran los demás pasajeros porque a partir del accidente estuve sola el resto del tiempo.
El auto volcó en la curva, una curva cerrada propia de los caminos de cornisa como era ese, pero quedó sobre el asfalto. Yo, en cambio, rodé cuesta abajo unos tres metros.
Imposible saber qué tiempo estuve ahí tirada hasta reaccionar y proponerme regresar allá arriba donde todo parecía estar tranquilo. Desde abajo no lograba ver si aún estaba el auto, ni qué había sido de la suerte de las demás personas. Mucho menos si alguien había llegado a socorrerlos. También pensé que el auxilio quizás los había recogido hacía largo rato, y al no verme se habían marchado. Lo bueno es que no me desesperé; como al levantarme no sentí ningún dolor agudo que me impidiera trasladarme, resolví trepar.
Era una pendiente complicada, extremadamente arenosa y no había arbustos, ni rocas de las cuales valerme para escalar. No quedaba otra que aceptar las condiciones y subir. No tenía más que hacer y puede que de quedarme allí abajo nadie me encontrara.
Espeluznante, inquietante, estremecedora y tremenda fue mi sorpresa cuando descubrí que esa suerte de médano en la que me encontraba no era más que una manada de leones durmiendo placenteramente al sol. Había decenas, probablemente un centenar de fieras dormidas entre la ruta y yo. Al mirar hacia abajo noté que tenía mi pie derecho puesto justo delante del lomo de uno y a escasos centímetros de la cabeza de otro. Respiré hondo. Exhalé muy lentamente, y busqué un hueco donde apoyar el pie izquierdo, tratando de que eso impactara lo menos posible entre los durmientes. Tenía que pensarlo muy bien, un hueco no era igual de conveniente que otro. Preferí evitar aquellos donde los hocicos pudieran detectarme.
Iba tan concentrada en esa tarea que por un largo rato me olvidé de mirar hacia arriba. Sabía que había subido pero no cuánto. La luz del sol me encandilaba; y el calor, que hasta ese momento no había significado un obstáculo explotó sobre mis hombros, mi nuca, y me sentí al borde del desmayo. Por un instante, ahí parada, no vi nada, todo era negro y el silencio seguía siendo igual de aterrador. Creí estar sola en el mundo. Y así estaba. Sola entre leones subiendo una cuesta para llegar a una cima que aunque la consideraba incierta, era lo único que latía con esperanza. Llegar al asfalto se había convertido en mi único objetivo en el mundo. E iba bien, bastante bien. Un par de pasos más y ya sería capaz de tocar el borde de la ruta donde florecían unos arbustitos achaparrados.
Tenía que ser fuerte, a esa altura la pendiente era más pronunciada y mi cansancio sumado a la ansiedad por estar a un instante de lograr el objetivo podían jugarme en contra. Por suerte, tuve una a mi favor, o al menos eso fue lo que pensé al ver cómo una rama, o quizás parte de una raíz, sobresalía entre ese inacabable arenal. Estaba un tanto seca, pero parecía estar bien sujeta a la tierra. Vestigios de algún árbol que existió antes de al traza de la ruta, pensé. No importaba, no era momento de detenerse en ese tipo de detalles. Era el empujón que necesitaba para llegar arriba y ponerme a salvo. Me sentí contenta, orgullosa de mí por haber sorteado con astucia el camino plagado de leones.
Miré fijamente esa rama salvadora y la agarré con mi mano derecha. Súbitamente, la firmeza se volvió blanda, fría y escurridiza.
Era una serpiente.
El auto volcó en la curva, una curva cerrada propia de los caminos de cornisa como era ese, pero quedó sobre el asfalto. Yo, en cambio, rodé cuesta abajo unos tres metros.
Imposible saber qué tiempo estuve ahí tirada hasta reaccionar y proponerme regresar allá arriba donde todo parecía estar tranquilo. Desde abajo no lograba ver si aún estaba el auto, ni qué había sido de la suerte de las demás personas. Mucho menos si alguien había llegado a socorrerlos. También pensé que el auxilio quizás los había recogido hacía largo rato, y al no verme se habían marchado. Lo bueno es que no me desesperé; como al levantarme no sentí ningún dolor agudo que me impidiera trasladarme, resolví trepar.
Era una pendiente complicada, extremadamente arenosa y no había arbustos, ni rocas de las cuales valerme para escalar. No quedaba otra que aceptar las condiciones y subir. No tenía más que hacer y puede que de quedarme allí abajo nadie me encontrara.
Espeluznante, inquietante, estremecedora y tremenda fue mi sorpresa cuando descubrí que esa suerte de médano en la que me encontraba no era más que una manada de leones durmiendo placenteramente al sol. Había decenas, probablemente un centenar de fieras dormidas entre la ruta y yo. Al mirar hacia abajo noté que tenía mi pie derecho puesto justo delante del lomo de uno y a escasos centímetros de la cabeza de otro. Respiré hondo. Exhalé muy lentamente, y busqué un hueco donde apoyar el pie izquierdo, tratando de que eso impactara lo menos posible entre los durmientes. Tenía que pensarlo muy bien, un hueco no era igual de conveniente que otro. Preferí evitar aquellos donde los hocicos pudieran detectarme.
Iba tan concentrada en esa tarea que por un largo rato me olvidé de mirar hacia arriba. Sabía que había subido pero no cuánto. La luz del sol me encandilaba; y el calor, que hasta ese momento no había significado un obstáculo explotó sobre mis hombros, mi nuca, y me sentí al borde del desmayo. Por un instante, ahí parada, no vi nada, todo era negro y el silencio seguía siendo igual de aterrador. Creí estar sola en el mundo. Y así estaba. Sola entre leones subiendo una cuesta para llegar a una cima que aunque la consideraba incierta, era lo único que latía con esperanza. Llegar al asfalto se había convertido en mi único objetivo en el mundo. E iba bien, bastante bien. Un par de pasos más y ya sería capaz de tocar el borde de la ruta donde florecían unos arbustitos achaparrados.
Tenía que ser fuerte, a esa altura la pendiente era más pronunciada y mi cansancio sumado a la ansiedad por estar a un instante de lograr el objetivo podían jugarme en contra. Por suerte, tuve una a mi favor, o al menos eso fue lo que pensé al ver cómo una rama, o quizás parte de una raíz, sobresalía entre ese inacabable arenal. Estaba un tanto seca, pero parecía estar bien sujeta a la tierra. Vestigios de algún árbol que existió antes de al traza de la ruta, pensé. No importaba, no era momento de detenerse en ese tipo de detalles. Era el empujón que necesitaba para llegar arriba y ponerme a salvo. Me sentí contenta, orgullosa de mí por haber sorteado con astucia el camino plagado de leones.
Miré fijamente esa rama salvadora y la agarré con mi mano derecha. Súbitamente, la firmeza se volvió blanda, fría y escurridiza.
Era una serpiente.
Un paisaje Dalinezco sin dudas
ResponderEliminarTe están acechando. ¡Qué sueño más inquietante y poderoso!
ResponderEliminar¡Que imágenes increíbles! el relato me condujo de la tensión a la libertad y súbitamente a la horror. Como la protagonista también me "agarro" a una salvación, pero no una rama, sino a una palabra... "escurridiza". Capaz, la serpiente, simplemente se escurrió.-
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