Ya me pasó una vez, hace tiempo; era primavera y el árbol que habíamos plantado no era más alto que el tapial. En lugar de orégano, en ese rincón crecía en proporciones absurdas una planta de albahaca. El dinero que ganábamos no nos alcanzaba para enrejar el ventanal. Yo cocinaba peor que ahora, y aún no éramos papás. Parece que estoy hablando de un pasado lejano, pero a decir verdad, no pasó demasiado tiempo desde la vez que encontré un cerdo y una oveja en nuestro patio.
En aquel entonces me desviví sacando conclusiones, pensando cómo habían venido a parar acá, a quién pertenecían. Incluso no tenía claro qué hacer con ellos.
Hoy, que ya cocino mejor, que estamos en otoño y que la punta del ginkgo biloba se alcanza a ver desde el otro lado creo fervientemente que hemos edificado arriba de un yacimiento de animalitos de juguete.
En aquel entonces me desviví sacando conclusiones, pensando cómo habían venido a parar acá, a quién pertenecían. Incluso no tenía claro qué hacer con ellos.
Hoy, que ya cocino mejor, que estamos en otoño y que la punta del ginkgo biloba se alcanza a ver desde el otro lado creo fervientemente que hemos edificado arriba de un yacimiento de animalitos de juguete.