La tarde que mi tía me dijo que había una sorpresa para mí en su casa me desesperé por saber de qué se trataba, aún a costa de arruinar lo sorpresivo de la cuestión. Eran apenas las cinco y no iba a poder pasar por lo de las tías sino hasta pasadas las nueve. Demasiado tiempo para convivir con una intriga.
Pensé en un par de posibilidades pero nada me convencía, no era habitual que las tías me dijeran que había una sorpresa para mí en casa de ellas. Cuando por algún motivo me hacían un regalo directamente me lo daban y ya. ¿Por qué ahora se habían puesto tan misteriosas estas dos?
Dejé que pasara el día, seguí trabajando como de costumbre, y por decantación las horas pasaron y llegó la noche. La casa de las tías queda en el camino a la mía así que ir por mi sorpresa no implicaba más que hacer un alto en el recorrido.
Tía Rosa abrió la puerta con cara de buen cómplice. La noté ansiosa, probablemente por conocer mi reacción cuando me dieran la sorpresa. En la cocina había movimiento, pero no alcancé a ver nada porque Tía Estela salió antes y evidentemente lo que traía en las manos era para mí.
Antes de lograr dilucidar de qué se trataba me advirtieron que comerlas tibias es mejor y que tienen unas cascaritas de naranja tal como le gustaba al abuelo.
La sorpresa fue un súbito viaje a mi infancia. Pero no a la infancia en general con mi plaza, el karting a pedal y los amigos del barrio; sino a una tarde en particular: la tarde que probé por primera vez las torrejas.
Habrán sido las seis, o un poco antes. En la casa donde hoy viven las tías, hasta hace no muchos años también vivía la abuela. Con la prolijidad que la caracterizaba, todos los días antes de que el sol cayera disponía sobre la mesa de la cocina todos los utensilios y alimentos para la merienda. Tostadas de pan francés, mermelada casera y generalmente de naranjas, la manteca en la mantequera y sobre unos platillos de vidrio grueso los enormes pocillos repletos de te con leche. Amaba merendar con la abuela Adela, nunca el momento de la merienda me pareció tan importante como entonces. Era una verdadera ceremonia.
Esa tarde, además de las tostadas había torrejas.
Me dijeron algo de la bisabuela Petra y de las comidas vascas, pero no lo recuerdo muy bien. No supe si agarrarlas con mis manos o si pedirle a mi mamá que me las cortara para pincharlas y llevármelas a la boca con un tenedor. Estaban almibaradas y no estaba segura de que fueran a gustarme. Lo cierto es que las comí y fue lo más dulce que conoció mi boca. Más que las pastillas Yapa y las bananitas Dolca que me compraba papá en el kiosco de la plaza Urquiza.
Cuando la tía me dijo que había una sorpresa para mí en casa de ellas jamás imaginé lo que me esperaba debajo del repasador.